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mteste en KG nos regala La culminación:
La tumba india
Todo el esplendor de la primera parte de esta extraordinaria obra no hacía más que preludiar la culminación de esta segunda. Y en su totalidad, como obra única (en todo el sentido de la palabra) que es, la personal revisión de un genio del 7º arte, a gran parte de su arte. Lang ya había visitado con gran éxito la temática del folletín o, para usar un término más de hoy, el "pulp", con sus geniales "Las arañas", "Spione", la saga de los "Mabuse" o el mismísimo "Los Nibelungos". Y se debía esta, cuyo guión no puedo realizar en su momento por causas de sobra conocida y que le ha servido, muy por encima de los convencionalismos del género e inverosimilitud de las situaciones, para sentar cátedra, de una vez por todas, de su incomparable dominio de la narración fílmica. La precisión milimétrica de los encuadres, el manejo de los espacios y sus evoluciones en él, la fascinación por las formas, todo envuelto en un hálito hipnótico que te atrapa de principio a fin, como la danza de Sheeta hipnotiza a la cobra.
Lang le dijo a Bogdanovitch a propósito de esta obra: “Me pareció como un círculo que empezaba a cerrarse: una especie de fatalidad”. Qué mejor resumen para la carrera de un hombre que siempre se movió en torno al circulo de lo fatal. Obra serena e impar hecha para disfrutar con la mirada limpia de todo convencionalismo. Como se debe disfrutar toda obra de arte que se precie.
Das Indische Grabmal (1959) Fritz Lang HDTV 720p x264 ger-fre-spa+subs
La tumba india
Título original Das Indische Grabmal (The Indian Tomb)
Año 1959
Duración 96 min.
País Alemania del Oeste (RFA)
Director Fritz Lang
Guión Werner Jörg Lüddecke & Fritz Lang (Novela: Thea von Harbou)
Música Gerhard Becker & Michel Michelet
Fotografía Richard Angst
Reparto Debra Paget, Paul Hubschmid, Walther Reyer, Claus Holm, Valéry Inkijinoff, Sabine Bethmann, René Deltgen, Jochen Brockmann
Productora Coproducción Alemania-Francia-Italia
Género Aventuras | Secuela
Sinopsis: Continuación de "El tigre de Esnapur". El arquitecto europeo Harald Berger y la bailarina Seetha son capturados por los hombres de Chandra. Mientras tanto, Ramigani planea arrebatarle el poder a su hermano, sirviéndose de sus aliados en palacio. Cuando Chandra se entera de la relación amorosa entre Seetha y Berger, hace llamar al doctor Rhode para encargarle la construcción de una enorme y lujosa tumba destinada a los dos enamorados. (FILMAFFINITY) http://www.imdb.com/title/tt0052924/?ref_=fn_al_tt_1 http://www.filmaffinity.com/es/film978565.html
La tumba india, aunque dividida en dos partes son una misma película y no dos títulos independientes, supone para Lang un regreso a las fuentes, a sus orígenes en el cine. El díptico no recuerda en nada a sus filmes hollywoodenses, todos ellos memorables pero alejados del espíritu de su obra germánica expresionista.
Nos encontramos ante una obra de planificación cuidada, visualmente fascinante. Pero en ellas le falta el vigor de su gran época, los años no pasaron en balde y el viejo maestro se le nota algo fatigado. Pero el gran Lang emerge pese a todo. Sobre todo en las escenas de exteriores, rodados en la misma India, con planos de gran fuerza visual.
En cierto modo nos acordamos de Narciso Negro de otro grande, Michael Powell. La sensual Debra Paget, cuyos bailes eróticos son pura antología, anula a su compañero de reparto al que le falta expresividad.
Nos encontramos ante una típica aventura en terrenos “exóticos” como es la India, siempre cargado de misterio. Resulta curioso, pero este país en películas occidentales se le ve como un lugar esotérico, extraño, pero en producciones de Bollywood lo vemos como un país cotidiano y normal.
Los decorados de la cueva sí nos recuerdan al antiguo expresionismo, sólo que el color le quita dramatismo. Lo suaviza y en cierto modo delata su artificiosidad. El blanco y negro ayudaba a la credibilidad de estos relatos. El color es más realista y los decorados son más evidentes, demasiado.
Pero encontramos destellos del gran Lang en las secuencias de los leprosos presos en unas mazmorras subterráneas y el baile erótico de Debra Paget que por sí ya vale toda la película.
También destaca el brillo del color, sobre todo en los exteriores. Lang siempre fue un cineasta al que el blanco y negro le sentaba como un guante mientras que el color se le hacía extraño. Aún así consigue muy bellas imágenes, sugerentes y enigmáticas. No estamos ante un Lang redondo, pero sí ante un Lang digno de su fama.
Una obra menor pero fascinante.
Spoiler:
Un comentario bastante recurrente en torno a este llamado díptico indio de Fritz Lang, y con el que estoy muy de acuerdo, parte de la consideración de que el cineasta efectúa en la obra (podemos considerarla como una sola) una cierta recapitulación de motivos temáticos, narrativos, cinematográficos que forjaron su filmografía y su estilo ya desde los tiempos de sus inicios hasta su legado rubricado en los EEUU. Y se trata de una aseveración delicada, por cuanto, si uno no atraviesa las primeras barreras o puertas del cine languiano le puede resultar hasta chocante que en este relato de aventuras que discurren en escenarios suntuosos de un lugar remoto se puedan hallar huellas del corpus filmográfico de un autor que se recuerda sobre todo por sus aportaciones (por otra parte, decisivas) al cine negro, y cuya vis narrativa más mesiánica y exótica se remonta a algunas de sus obras filmadas en su periodo de mayor fama, en los años veinte y en el seno de la industria cinematográfica germana (al respecto, y atravesando alguna de esas barreras a que hacía mención, cabría establecer diversos y notables parangones argumentales entre Der Tiger von Eschnapur y la primera parte de Los Nibelungos, Die Nibelungen: Siegfried, efectuando el fácil ejercicio de prescindir del contexto y centrarnos en los conflictos entre personajes). Pero también cabe plantearlo de otro y complementario modo, que facilitará la comprensión de las motivaciones e inquietudes artísticas del cineasta en ese momento, ya tan cercano al final, de su carrera; y ese otro modo es reflexionar sobre las razones por las que Lang, una vez desligado de la industria norteamericana y respaldada su cierta independencia artística por el productor alemán Arthur Brauner, escoge desarrollar un proyecto que casi cuarenta años antes no pudo llevar a buen puerto, según un relato escrito por su ex-mujer y antigua colaboradora Thea Von Harbou (la novela Das Indische Grabmal, que él había llegado a dramatizar, pero que finalmente fue dirigida porque quien debía producirla, Joe May (Das indische Grabmal zweiter Teil – Der Tiger von Eschnapur, (1921))). Da la sensación de que, después de tantas servidumbres, es el propio Lang quien desea romper cualquier atadura y entregarse al placer de filmar una película que, retomando muchas señas del tanto tiempo olvidado relato serial, no tiene complejos en reconocer su condición anacrónica, y que le permitirá al director rodar en exteriores en un lugar realmente remoto –muy lejos de los estudios de Hollywood, cabría añadir-, como es la India. Todo lo anterior que, seamos cautelosos, está lejos de significar que Lang, por así decirlo, retome los términos artísticos que a mediados de los años treinta tuvo que variar para amoldar a los corsés de la industria de Hollywood. En absoluto. Lang no desprecia el paso del tiempo, ni huye en modo alguno de sus enseñas de estilo desarrolladas en los EEUU. Da la sensación, en cambio, de que recoge lo sembrado en sus diversos pasados, y muy especialmente en sus últimas obras americanas, y lo proyecta, sin ambages, desde un estadio superior de madurez artística y una visión del mundo que, en todo caso, ha cambiado mucho respecto de sus inicios. En resumidas cuentas, el arquitecto del cine propone con su díptico indio una celebración de su concepción total del mismo.
Veamos. Las películas relatan las peripecias de dos visitantes al palacio del Maharajá de la región de Esnapur. El primero, Harald Berger (Paul Hubschmid, galán suizo que en sus tiempos fue equiparado con Rock Hudson), es un arquitecto contratado por el Maharajá para llevar a cabo la planificación técnica de diversas reformas urbanísticas; el segundo, Seetha (Debra Paget), es una bailarina india –aunque de origen mestizo: corre sangre occidental por sus venas- de la que el Maharajá ha quedado prendado y quiere convertir en su esposa, razón por la que la invita a protagonizar un baile ritual para él en el templo de Sheeva. Harald y Seetha se conocerán y estrecharán lazos en su ruta al palacio del Maharajá (el primero llegará a enfrentarse con un tigre para salvar la vida de la segunda), e irremediablemente se enamorarán, algo que trastornará los planes del soberano, impidiéndole de paso darse cuenta de los contubernios que contra él se están gestando entre sus subordinados de más alto rango. La cuestión relativa a la dichosa sangre occidental de la bella bailarina ha hecho correr algunos estériles ríos de tinta sobre la supuesta mirada racista que la película incorpora; suspicacias siempre habido y siempre habrá, pero debe decirse al respecto que el elemento de la raza no tiene otro subrayado en el relato que el de acercar los sentimientos de la pareja (y no el de oponer sus presuntas virtudes a las flaquezas de los hindúes), pero, más que eso, el propio debate se halla totalmente fuera de lugar en la idiosincrasia aventurera e incluso las posibles alegorías que buscarle quepa a la historia de este conflicto que no lo es en modo alguno entre civilizaciones, sino que en cualquier caso se centran en la relación de los hombres con lo atávico.
Las muy complejas opciones narrativas que baraja esta película en dos partes parten de los arquetípicos que perfilan personalidades y actos de los que supuestamente son los personajes principales, el arquitecto y la bailarina, de quienes la película se sirve para la evocación visual de los arquetipos aventureros de toda la vida, desplegada –con toda fuerza, consistencia y capacidad de persuasión al espectador (desprejuiciado, por supuesto)- en el dibujo de un entorno de asombrosa belleza exótica –esos opulentos e inmaculados decorados palaciegos, los exteriores recogidos en majestuosas panorámicas-, poblado de rituales –el desfile del Maharahá, las ceremonias de bailes-, peligros –el tigre, las hostilidades cruzadas-, misterios –esa luz evanescente en el rostro de la efigie divina que preside el templo, el azar o la intervención providencial de la Diosa Sheeva en la secuencia de la telaraña- y acontecimientos puramente mesmerizantes. Precisamente en su cualidad arquetípica, los personajes se impregnan de esa temperatura voluptuosa y extraordinaria que, en buena medida merced de un novedoso e impresionante uso del color y en otra buena medida merced de la mirada algo litúrgica que Lang imprime a la puesta en escena, lo preside todo. Pero introduciéndonos en la focalización en lo dramático, resulta que hay un tercer personaje principal, el Maharajá regente de la región (el Tigre de Esnapur del título, creo yo, al que en diversas ocasiones vemos alimentar a las fieras y que, por así decirlo, delega en una de ellas el desafío contra el arquitecto que se ha ganado el corazón de la mujer a la que él ama, así como, en el enfrentamiento final está a punto de ser condenado a morir bajo sus fauces), cuyas cuitas sentimentales y debates internos (más los actos de su conspiradora cohorte, de las que es protagonista pasivo) revierten en el dibujo del lugar y curso de los acontecimientos, por lo que podemos casi decir que todo acaba girando en torno a aquel personaje con más intensidad dramática que todo lo concerniente a Harald y Seetha.
Y así establecidos los términos y adecuados los conflictos a esa visión que se extiende –por mucho que sea por la vía fabulesca- a la radiografía histórica, social e incluso filosófica, prestamos atención al sumo esmero, detalle e intención con el que Lang filma los espacios físicos en los que discurre la acción, que, de forma tan idiosincrásica como categórica, el cineasta utiliza como paráfrasis de lo dramático. Para explicarlo podemos partir del elemento racionalista que, por su profesión y personalidad, encarna Harald, y que se ilustra en lo escénico en esos subterráneos (tan importantes en el cine de Lang si radiografiamos sus obras) en los que el arquitecto trabaja (y después será recluido), y entre cuyos pasadizos desconocidos se encuentra con verdades inconvenientes que desmienten el glamour de la fachada de la idílica ciudad –la terrorífica secuencia de los leprosos-, pero, más importante, con el acceso a la esencia de ese mundo misterioso que, como extranjero, se le escapa, representado por el templo y el ya citado ritual del baile, lo que aglutina en esos mismos misterios los ardientes deseos del personaje por la bailarina. En el otro polo, los que se llaman representantes de esa cultura intuitiva y misteriosa más bien se sirven de intrigas y trampantojos para sus fines de conspiración política (los gerifaltes políticos, el faquir instrumentalizado por el hermano del Maharajá, los sacerdotes) o, de forma reflexiva, se cuestionan la vigencia de toda esa herencia ancestral (la postura del Maharajá, quizá imbuida por su estancia en occidente, que en un pasaje de la primera mitad del metraje le lleva a decir a su amada que no es necesario que el oráculo prediga su futuro porque “¿Qué sabrán los Dioses de lo que anida en el corazón de los hombres?”). Sin embargo, en el enardecido curso de tantas contiendas entre posturas enfrentadas, la película sí que deja espacio a una verdad intuitiva que aflora de lo atávico y lo espiritual, y que el filme escenifica a menudo por la vía de lo telúrico, levantando constancia al mismo tiempo de una distancia y de un respeto. Una verdad que, para Lang y para el espectador, quedará finalmente de nuevo velada, por cuanto no se corresponde con la mirada occidental (que, en este particular, nos alinea con quienes finalmente abandonan Esnapur, la pareja protagonista y el matrimonio formado por la hermana de Harald y un colega de aquél), pero no así para el que defendemos como protagonista principal, el Maharajá, que, tras sucumbir a tantas funestas consecuencias de sus obsesiones, decide abandonar el trono para vivir una vida consagrada a lo místico.
En cualquier caso, de esa confusión, enarbolada en imágenes geométricas pero llenas de intenciones subjetivas, apuntalada por extraordinarios diálogos, acaba emergiendo una glosa épica de primer orden en la que Lang deja impresa una visión desencantada del mundo, en realidad sustentada por el formidable pulso de su herencia romántica, y despojado en imágenes de la urgencia con la que plasmó cercanos atributos líricos en Los contrabandistas de Moonfleet. El tigre de Esnapur y La tumba india nos acaban proponiendo, en voz sólo modulada por la fábula, un viaje en el que los sentimientos más desaforados (especialmente la pasión amorosa, y el odio o rencor que es fruto de la misma –pocas ideas retratan mejor las enfermizas sendas de los sentimientos que la decisión de construir un suntuoso templo funerario, “la tumba india” del título, para rendir pleitesía a una mujer amada que se planea asesinar por celos-) sirven de pauta dramática para acontecimientos épicos y formidables aventuras, y en el que la mirada maniquea propia de las convenciones se matiza –a veces hasta disolverla- en esos considerandos psicológicos, para ser finalmente apuntalada por esos otros considerandos, referidos a las creencias religiosas, que igualmente empapan de sentido muchos de los vericuetos del relato. Admiremos el precioso legado de esta película en dos partes. Démonos cuenta del formidable calado de sus imágenes, que parten de lo cartesiano para explorar los pulsos más románticos, del mismo modo que parten de lo lustroso y luminoso para alcanzar perfiles sombríos, escépticos, dolorosos. Me parece que en el cine contemporáneo resulta muy difícil, sino imposible, encontrar obras que ejecuten esas tesis en imágenes, lo que aún hace más valiosa la película. Aunque, a modo de cierre, me permitiré citar una hermosa definición que Quim Casas se sacó de la chistera de su magnífica prosa, para definir la película como “una obra que resume en imágenes en movimiento la arquitectura imperecedera de los sueños”.
Spoiler:
Der deutsche Ingenieur Harald Berger (Paul Hubschmid) soll für den Maharadscha von Eschnapur (Walter Reyer) Krankenhäuser und andere Bauwerke errichten. Doch schon auf der Reise zu dem von Europa eingenommenen Herrscher begegnet Berger der Tempeltänzerin Seetha (Debra Paget) - und rettet sie vor einem gefährlichen Tiger. Unglücklicherweise verliebt sich der adrette Junggeselle in die schöne Inderin. Denn auch der Maharadscha hat ein Auge auf Seetha geworfen. Aus dem sozial engagierten und modernen Regenten wird ein rachsüchtiger, von seinen Gefühlen beherrschter Tyrann. Doch in seinem Palast rumort es - eine Revolte ist in Vorbereitung. Richard Rendler/Filmreporter.de
2001 Filmlexikon escribió:Fortsetzung und Schluß des publikumswirksamen Kintopp-Stücks Der Tiger von Eschnapur" (genauere Wertung siehe dort): Der deutsche Ingenieur und die geliebte Tempeltänzerin dienen dem machtlüsternen Fürsten als Werkzeuge seiner finsteren Pläne.
»Die wunderbare Rettung der Liebenden« versprachen die Schlußtitel von »Der Tiger von Eschnapur«, nachdem die indische Tänzerin Sitah (Debra Paget) und ihr deutscher Geliebter Harald Berger (Paul Hubschmid), auf der Flucht vor dem eifersüchtigen Maharadscha Chandra (Walter Reyer) entkräftet in der Wüste zusammengebrochen waren … Im zweiten Teil seiner fernwehtrunkenen Epos-Illusion verschiebt Fritz Lang den dramaturgischen Akzent von der lebensgefährlichen Romanze zum höfischen Ränkespiel: Sitah wird zum Dreh- und Angelpunkt einer Palastintrige gegen den Fürsten – für Lang eine willkommene Gelegenheit, ausgiebig durch das doppelte Kulissen-Labyrinth der prächtig-kalten Korridore und Säle des Schlosses und der darunterliegenden düster-feuchten Grotten und Gänge zu streifen. Erzählerisch und visuell weitgehend eine Reprise des ersten Teils, bietet »Das indische Grabmal« zwei Szenen, die als Steigerung des schon Gesehenen filmischen Eindruck hinterlassen: Zum einen Sithas in rasantem Show-off-Kostüm dargebotener Schlangentanz auf Leben und Tod unter den Augen einer bühnenumnebelten Pappmaché-Göttin (die deutlich sichtbaren Fäden der zu beschwörenden Marionetten-Kobra mögen als Brechtscher Verfremdungseffekt durchgehen); zum anderen der Sturz einer properen, weißen Frau (Bergers besorgte Schwester auf der Suche nach ihrem verschwundenen Bruder) in die unter Eschnapur gelegene Höhle der Leprakranken – die schockierende Begegnung einer sozial Bevorzugten mit den gesellschaftlich Vergessenen wirkt wie das klamottige Menetekel einer drohenden Konfrontation von Unten und Oben. KinoTageBuch