Dirección y guión
Robert Kramer
Producción
Richard Copans, Françoise Buraux, Thierry Garrel
Fotografía
Richard Copans
Sonido
Olivier Schwob, Jean-Pierre Laforce
Montaje
Guy Lecorne, Robert Kramer, Pierre Choukrun, Claire Laville, Keja Kramer
Música
Barre Phillips, Daniel Deshays
Reparto
Paul McIsaac (Doc), Pat Robertson, Jesse Jackson, Marina Blanco, Enoch Buckery, Judith Delgado, Dimas & Diana, John Douglas, Jean & Joe Prendergast, Pat Reese, Ella Schiff.
EL RUMOR DEL MUNDO
Robert Kramer, Route One USA.
“Si estamos verdaderamente juntos, la oscuridad del día es el mejor momento para ver. Pero hay que estar verdaderamente juntos”, declaraba, hace quince años, Robert Kramer. Sólo un hombre amenazado por la soledad puede decir eso. Sólo un hombre “muy poblado en su interior” puede “obrar con” esa soledad cuando constituye más que una amenaza. Pues si las poblaciones cambian con el tiempo, siempre será de las mismas de lo que se trate.Serge Daney, (Cahiers du cinema, nº 426, diciembre 1989)
En 1975 Kramer y John Douglas co-dirigían, con Milestones, la película que cerraba un primer círculo, el de un radicalismo americano del que había, mejor que nadie, “erigido” el autorretrato (The Edge, Ice, In the country).
Con Milestones, una generación más – la de la oposición a la guerra de Vietnam – podía llamarse “perdida”. Ese frágil ruido de página pasada puede incluso escucharse en aquella mesa redonda de los Cahiers (nº 258-259) que llevaba el título, parco pero sincero, de “Milestones y nosotros”.
Lo que se siguió es bien conocido: Kramer deja América, se pone al servicio de diversas luchas (Portugal), se instala en Francia, tantea con todo (el vídeo como divertimento o escalpelo, la película de autor, el polar alucinado) y no hace verdaderamente ningún logro. No hay que ser un gran brujo freudiano para decirse que, tarde o temprano, Kramer tendrá que volver a pasar, de una manera u otra, por su posición de salida.
Una modesta película, rodada en Portugal (Doc’s Kingdom, escandalosamente inédita), equivale a los preparativos de partida. El héroe – el alter ego krameriano – es un médico ebrio y narcisista, que habría sobrevivido más o menos bien a sus creencias. Es ese médico al que seguimos a lo largo de la carretera nº 1: Route One.
Se trata sin duda, quince años más tarde, de la continuación de Milestones. A los hitos le sigue la carretera. La de Milestones iba “de las montañas nevadas de Utah hasta las esculturas naturales de Monument Valley, hasta las cuevas de los indios Hopi, y la suciedad y el polvo de la ciudad de Nueva York”: la de la Route One se conforma con unir el Cabo Cod con Miami. Para aquel que vuelve a empezar cualquier ruta, tomada al azar, es la buena: la “primera”, por ejemplo.
¿Por qué un médico? ¿Porque el padre de Robert Kramer es un médico (hay escena de auscultación en Milestones)? ¿Porque hay un “tema” del médico en las películas de Ford (que Kramer admira y del que es – lo he creído siempre – uno de los escasos herederos)? ¿Porque América está enferma? ¿O porque, cuando estamos “verdaderamente juntos”, eso quiere decir que tenemos que cuidarnos unos a otros? Un poco de todo eso, sin duda. Pero “todo eso” no dejaría de ser bastante abstracto si el arte de Kramer (porque se trata de un artista, uno grande) no fuera, fundamentalmente, el de un médico. Más aún, el de un médico generalista. Como tal, no puede permitirse escoger a sus pacientes: es la verdad adulta del militante que fue (“al servicio del pueblo”).
¿Qué hace el médico cuando va de aquí para allá? Utiliza sus ojos y saca de su maleta ese emblema anticuado que es el estetoscopio. Toma la medida del estado de las poblaciones, les toma el pulso (y, gracias a la edad y el humor, sabe que su propia salud no es irreprochable). Resumiendo, el médico errante trabaja en el audiovisual.
Son raros los cineastas que son a la vez grandes alardeadores y grandes montadores. Kramer ha adquirido un ojo excepcional (su trabajo con el vídeo no es ajeno a ello) del que no espera – lo que es aún más excepcional – una plusvalía voyeurista. De las gentes que encuentra y escucha, a lo largo de la route one, no espera ninguna verdad: se contenta con seguirlos en una etapa de su existencia (siempre según el principio de que no hay que filmar más que a gente trabajando, a su vez, en algo).
Los desvía – un poco – de su camino, como si les propusiera una “consulta gratuita”. No hace la puesta en escena ni del camino (se trata de lo contrario de una road movie) ni del encuentro: la gente siempre ya está ahí y no tienen que hacer otra cosa. Resulta de ello el bello retrato de aquello que podemos seguir amando de América: su abnegación en la tarea, su sentido del deber, su energía de base.
En cuanto al sonido, sonido directo del estetoscopio social, se trata, ni más ni menos, del pulso de los corazones y las ideas, del ritmo gracias al cual algo puede ser escuchado. Es la parte más misteriosa del arte krameriano – la parte más “fordiana”, precisamente. Pues este puritano para el que, en cualquier tiempo y lugar, sólo el “vínculo social” requiere y justifica la presencia del cine no puede impedir, al hilo de sus auscultaciones gratuitas, dejar surgir el rumor del mundo, y de ese mundo que es en sí misma América. Un hombre que sopla a las brasas, es el Fuego. Un pez en un acuario, es el Agua. Un soldado doblegándose bajo su petate, es la Tierra.
Tenemos, a pesar de todo, necesidad de testimonios. Y los testimonios necesitan hacer provisión de tiempo. Tal vez no le habrían hecho falta a Kramer quince años de desvío y cuatro horas de película si el cine americano (“efectos especiales” a parte) fuese capaz – como lo fue – de proceder a tal “estado de las cosas”. Irónicamente, ese hombre que partió porque le pesaba demasiado el mal hecho por el imperialismo americano (de los indios a los vietnamitas), vuelve a un país que, por primera vez en su historia, no está ni en el centro del mundo ni en el centro de sí mismo. Sólo un exiliado interior como Kramer puede seguir amando a América – a la fuerza, si hace falta.
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