Poesía onírica
I. El tono surrealista
peter-ibbetson-1Henry Hathaway es conocido, sobre todo, por su cine de aventuras, ya sean películas del oeste (Valor de ley, 1969), históricas (Tres lanceros bengalíes, 1936) o legendarias (El príncipe valiente, 1954). Por eso llama la atención Sueño de amor eterno, donde dos amantes desesperados viven su amor romántico en el territorio fantástico de los sueños.
Con este filme, Hathaway comparte el interés que sus coetáneos de Hollywood manifestaron por el romanticismo idealizado en la década de los años 30. Pensemos, por ejemplo, en El séptimo cielo (Henry King, 1937), donde los amantes se comunican telepáticamente pensando el uno en el otro a la misma hora del día.
Más adelante, en 1956, Henry Hathaway volverá a explorar los sentimientos humanos desde un punto de vista más sociológico en Barreras del orgullo, película en la que se enfrentan dos hermanos de vidas y personalidades opuestas, en una naturaleza hostil, donde la tensión hará emerger las mentiras sociales y matrimoniales ocultas tras una hipócrita respetabilidad.
No es de extrañar que esta adaptación de la novela de George de Maurier, Peter Ibbetson (1891), entusiasmara a surrealistas como André Breton y cineastas afines como Buñuel, pues la historia de amor fou que configura el argumento sirve de pretexto para plantear la existencia de otras formas de percepción distintas de la meramente racional.
La reivindicación de la intuición creadora y de la imaginación, como formas de acceso al control de las emociones y de los sentimientos, se constituye en este filme como hipótesis muy cercana a los presupuestos de las teorías freudianas y sus tesis sobre los dos niveles de la mente y del conocimiento. La consciencia de la razón se supera mediante la entrada en el mundo de los sueños, ese universo desconocido y misterioso, cuyos confines explorarán nuestros protagonistas hasta alcanzar el fantástico reino donde vivir sin límites su amor.
II. Lo que la historia esconde
Estructurada en tres partes, la historia se ordena en un tiempo lineal y cronológico en el que se desarrolla la vida de la pareja protagonista.
La primera parte transcurre en los jardines de dos lujosas mansiones de las afueras de París donde pelean y juegan un niño de ocho años, Gogo (Dickie Moore), y una niña de seis, Mimsey ( Virginia Weidler). La intensidad de la discusión infantil sobre el uso de unas tablas para construir un carro o una casa de muñecas, constituye el germen nuclear de las personalidades y sentimientos de ambos personajes. Él representa la razón utilitaria y empeñada en conseguir su objetivo como sea; ella protesta y se resiste, pero cede porque tiene un conocimiento del interior de él, que en el fondo la hace más fuerte.
Sus vidas parecen separadas por la disputa infantil, pero unidas por el destino. La forma cinematográfica con que se resuelve este aspecto psicológico y embrionario de los personajes se evidencia en la secuencia que muestra a los dos niños caminando y discutiendo cada uno a un lado de la verja separadora de los dos jardines. Al fin la verja se acaba y no tienen más remedio que encontrarse frente a frente, hecho que se repetirá en el encuentro de los mismos personajes adultos.
La empatía y complicidad entre los pequeños se revela en las lágrimas de Mimsey ante la soledad y el dolor de Gogo por la muerte de su madre, en sus manos entrelazadas, y en el intento de huida de los dos niños a un lugar secreto y alto cuando la familia materna del huérfano se lo lleva a Londres.
Es muy significativo el crick-crack como recurso para comprobar la atención de los niños, ante el relato maravilloso que les cuenta el viejo mayor, sentados los tres en un banco del jardín. El crick-crack resultará ser también un medio mnemotècnico para abrir la puerta de la memoria y posibilitar el reconocimiento de los personajes en el futuro. El comentario de los dos adultos que contemplan la desesperación de Gogo ante la inevitable separación de su amiga refuerza y consolida la tesis de que los conflictos y la personalidad se generan en la infancia, y sus huellas se graban en la memoria para siempre:
—Tío de Gogo: El amor desesperado de los niños ¿habrá algo que se olvide antes?
—Madre de Mimsey: Yo diría que es lo último que se olvida…
En la segunda parte encontramos a un Gogo adulto, que ahora se llama Peter Ibbetson (Gary Cooper), convertido en arquitecto. Es una persona introvertida, solitaria y singular, que se siente vacío, aburrido e insatisfecho. Uno de sus jefes, el señor Slade (Donald Meek) tiene la clave del sufrimiento de Peter. Su ceguera le confiere un carácter clarividente y oracular, en posesión de un conocimiento de lo oculto que se evidencia en sus palabras y consejos: La felicidad está dentro de uno… veo cosas que nadie sabe… No se ve sólo con los ojos…
Su discurso alude a la fuerza de la mente para imaginar mundos tan reales como la vida misma, universos oníricos que se muestran como formas alternativas de percepción del mundo, como forma de conocimiento que trasciende la razón.
Se trata de un espacio interior que se reclama como lugar donde se encuentran las respuestas y el propio destino:
—Slade: ¿Qué te pasa?
—Peter: No lo sé.
—Slade: No lo comprendes porque nunca has mirado dentro de ti. Sea lo que sea, es inútil escapar.
Peter es un personaje vacío, melancólico e inmerso en la obscuridad de la niebla londinense, que se expresa con negaciones o dudas, como si no tuviera voluntad. Un viaje a París le devuelve la sonrisa junto con los recuerdos de su niñez, y el azar de un encargo profesional le pondrá de nuevo en contacto con su antigua amiga, convertida ahora en la esposa del duque de Towers.
No es casual que el duque sea un excelente jinete y domador de caballos, esas criaturas que simbolizan la zona instintiva y la intuición del inconsciente. Su perfil lo hace representante del aspecto más racional y convencional del ser humano, en contraste con su mujer, mucho más flexible e intuitiva.
Así quedan bien delimitados los dos territorios en que se sitúan los personajes del triángulo: el marido frente a los amantes en una situación imposible.
La secuencia cinematográfica en que se plantea el conflicto es una muestra del talento del director y de sus guionistas. Sentados los tres a la mesa, en una cena formal y en un espacio suntuoso, la frase pronunciada por el conde no puede ser más directa: ¿Cuánto tiempo lleva enamorado de mi mujer?
Mientras la tensión dramática se dispara hasta el límite, el tono pragmático y trivial del conde contrasta con las connotaciones trágicas de la situación y de las palabras de los amantes. La fatal adversidad anuncia el inminente desastre. Otra vez Peter y Mary se sienten atrapados por el destino y sus circunstancias. Tras su declaración de amor incondicional y eterno, esta parte concluye con un plano de las manos de ambos unidas, como cuando eran niños.
La tercera parte nos lleva a la prisión donde se encuentra un Peter condenado y lleno de dolor y desesperación. Tendido en el jergón, con la sombra de las rejas de la cárcel sobre su cuerpo, aparece como un ser enfermo sin más deseo que la muerte. Su infortunio y la tristeza de su rostro contrastan con las chanzas de los presos, que se mofan de él como si fueran las voces de un coro de tragedia griega: Esta noche está citado con la duquesa… están unidos por cadena perpetua… Soñará con ella…
La conexión psíquica de los amantes se manifiesta en la percepción de un sufrimiento común y en la posibilidad de tener el mismo sueño, lo que propicia el encuentro en esa región de la mente depositaria de los deseos. Un anillo se transforma en evidencia de la realidad del mundo onírico, tan verdadero como el otro, físico.
En el sueño, los amantes alcanzan la libertad y son felices en un mundo perfecto en su belleza y armonía, recuperando así los juegos perdidos y las huellas de su niñez. En este edén de luz y claridad todo es posible gracias al poder creativo de la ilusión que hace posible cualquier utopía. Hermosos e impecables en su mundo maravilloso, Peter y Mary, sueñan para vivir y viven para soñar. La incredulidad de él es eliminada por la energía espiritual de ella, de modo que el conocimiento intuitivo vence definitivamente al racional. En este universo edénico el único peligro es dejar de soñar o dejarse llevar por el miedo a perderlo. El amor salva todos los obstáculos, incluida la muerte, que, cuando llega, permite la unión de los amantes en otra esfera de una realidad distinta y compleja, inaccesible para las mentes lógicas.
En este mundo, creado por el amor infinito, no existen muros ni rejas que evoquen la imposibilidad de entrar en regiones desconocidas, ni pantanos que predigan el fracaso y la muerte, como los que sirven de fondo a los créditos iniciales. En cambio, los lagos funcionan como espejos que reflejan el misterio de lo que está oculto, la conexión entre los superficial y lo profundo. El relativismo de la realidad y de su percepción subjetiva se confirma en las palabras de Mary: ¿Quién puede decir lo que es real y lo que no lo es?
Las de Peter, convencido de la verdad de sus sueños, son más explícitas: …parece un anillo, pero son las paredes de un mundo. Dentro de él está la energía de los deseos. Está ella. Todo conduce a ella, todos los caminos. Nuestro mundo.
La elegancia de la luz
Si algo se puede decir de Sueño de amor eterno es que es una película esencialmente elegante. Y lo es por la sobriedad de su planificación y el trabajo de iluminación de uno de los fotógrafos más brillantes del cine en blanco y negro: Charles Lang.
A este profesional debemos agradecer que algunos filmes alcancen la categoría de obras de arte. Su participación en El muelle de las brumas, de Marcel Carné (1938), transformó una historia de amor frustrado y muerte, donde los sueños se oponen a la dureza del puerto de Le Havre, en un espacio mágico, desde el realismo, la magia del cine soñado.
Escribe Gloria Benito