No he podido resistirme a traer aquí este artículo de Carlos Losilla en La Vanguardia, donde reflexiona sobre el apocalipsis en el cine, tejiendo una tupida red de resonancias literarias, filosóficas, etc... Leyendo cosas como ésta hay motivos de esperanza: otro tipo de crítica es posible
APOCALIPSIS… ¿AHORA?
Carlos Losilla
Como tantas otras, nuestra época se caracteriza por la coincidencia de diversos factores que parecen invocar la idea del fin de los tiempos. La crisis económica ha venido a unirse al cambio climático, así como a los distintos escenarios bélicos provocados por la caída del muro y de las torres gemelas, para esbozar un paisaje que poco hemos tardado en calificar de apocalíptico. Sin embargo, la situación no se diferencia tanto de los demás milenarismos que han jalonado la historia occidental. Ni siquiera puede librarse de la comparación con ciertas hecatombes de carácter reducido que han venido convulsionando nuestra apacible cotidianeidad desde principios del siglo pasado: las dos conflagraciones mundiales, la guerra fría y sus distintas crisis nucleares o el fantasma de las pandemias que se encarnó temporalmente en el sida. La mitología bíblica identifica la clausura de la civilización con un cataclismo, un golpe seco y terrible que terminará con todo. Juan el Evangelista, al describir el anuncio de lo que ha de acontecer, se siente “arrebatado en espíritu” y oye “una grande voz como de trompeta”. Por mi parte, me temo que la realidad es siempre menos heroica, mucho más alejada de la épica catastrofista, y que incluso un acontecimiento de esas características, como ocurrió con las distintas glaciaciones o la extinción de los dinosaurios, no sería más que el preludio de una larga decadencia. La caída del imperio americano va a durar mucho más de lo que algunos pronostican.
En ese caso, ¿a qué vienen tantas ficciones sobre el tema precisamente ahora? Si me lo permiten, les diré que no creo que sea tanto una cuestión de hechos concretos como de percepciones impuestas. Se ha creado la impresión de que todo corre hacia su fin, pero quizá esa situación sea consecuencia de otra cosa. La cultura contemporánea ha perdido definitivamente la estabilidad, la sensación de permanencia, de manera que parece que todo fluya sin dejar un rastro reconocible, sin legarnos esas “trazas, vías, accesos para el acontecer” que reivindica Chantal Maillard en su último libro, En la traza. Pequeña zoología poemática. La realidad virtual ha aniquilado la nitidez de las figuras y los acontecimientos, mientras que el “mundo líquido” de Zygmunt Bauman se ha revelado un ardid reduccionista: la comunicación y el contacto son más fáciles, pero también es cierto que cada vez se nos niega con mayor determinación la posibilidad de conquistar un lugar en el nuevo espacio de lo movedizo. El apocalipsis de este principio de siglo, pues, se revela un tránsito hacia ninguna parte, quizá porque ya no existan sitios en los que reposar de tanto vaivén, del flujo incesante del ciberespacio pero también del terror a los imparables movimientos migratorios, del espanto a que cualquiera pueda estar en cualquier sitio en cualquier momento, incluso los terroristas globales. Todo puede terminar porque todo va demasiado rápido.
En su Carta a Lord Chandos, Hugo von Hoffmansthal confesó haber perdido “del todo la facultad de pensar o de hablar coherentemente de cualquier cosa”. Corría el año 1902 y se abría una de las grandes brechas del pensamiento occidental contemporáneo: la dificultad de decir, el apocalipsis del lenguaje. Tengo la sensación de que artefactos fetiche de un cierto pensamiento intuitivo actual como La carretera, la novela de Cormac McCarthy, o El incidente, la película de M. Night Shyamalan, vienen a cerrar ese círculo con otra apoteosis de la clausura: la imposibilidad de ser contra la obligación de estar. Tanto uno como otro, tanto el escritor como el cineasta, parecen haberse rendido a la evidencia de que ya no hay nada que contar si no es la especulación sobre el fin de los días, y sobre la trashumancia espiritual que eso supone. Se trata de un problema narratológico cuyas raíces el propio Shyamalan ya esbozó en La joven del agua, y que persiste en el ámbito de la ficción, y de sus límites, desde hace algunos años. En las novelas de W.G. Sebald, el narrador suele sentirse físicamente mal ante determinadas situaciones, como si su presencia en el mundo fuera superflua. En las últimas películas de David Cronenberg, sea Una historia de violencia o Promesas del Este, la identidad es un concepto difuso que obliga a adoptar diferentes máscaras según las ocasiones. En la actualidad, el nuevo Lord Chandos no sólo se vería impotente para describir su entorno, sino también para urdir la carta que lo hizo famoso.
Esa dificultad de ser, de encontrarse siendo, tiene mucho de repentino, y de ahí su transformación metafórica en conatos narrativos que dicen simbólicamente lo que no se puede decir de un modo directo. De hecho, el fantasma de la desaparición de la especie se hace presente cuando constatamos que tampoco hay ya lugar alguno para los niños, que no hay manera de transmitir a nuestros hijos el legado narrativo que nos ha construido como civilización. La invasión asiática, la llegada de los bárbaros, es también una cuestión de lenguaje y de permanencia: la férrea combinatoria de la comida japonesa, las grandes narrativas del manga, la concisión de sus ideogramas expuestos en nuestros museos… Nada hay que hacer frente a eso, que también será un proceso lento. Mientras tanto, la ficción occidental prefiere negar el legado filial, ya sea aniquilándolo o ignorándolo. Sólo hay que ver el sesgo melancólico que toman las figuras de los niños en El incidente o La carretera. O su desaparición cruel en La niebla, la película de Frank Darabont, o Funny Games U.S., el auto-remake de Michael Haneke. También en los libros de J.M. Coetzee, otro icono literario de la intelectualidad mainstream, se advierte la soledad patriarcal de quien ya no se atreve a crear ficciones.
Así pues, apocalipsis de lo visible, de lo narrable, de lo permanente, de todo aquello que permite una construcción del yo. ¿Hay que lamentarlo? Quizá no. Quizá mejor sumarse a la perplejidad de Nietzsche: “¿Cómo es que esperamos sin interés verdadero, y sobre todo sin cuidado ni temor, la venida del eclipse?”.